La señorita campesina
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RELATOS DEL DIFUNTO IVAN PETROVICH BELKIN

 

La señorita campesina


Con todos los atavíos estas
Hermosa, alma mía.

Bogdanovich

 

En una de nuestras provincias apartadas se encontraba la hacienda de Iván Petróvich Bérestov. En su juventud Bérestov había servido en la Guardia, se había retirado a principios de 1797, partiendo para su aldea, y desde entonces no había traspuesto sus límites. Se casó con la hija de un noble venido a menos. Su mujer murió de parto cuando él se hallaba cazando lejos de su hacienda. La administración de la finca le consoló pronto. Construyó una casa según su propio plan, instaló una fábrica de paños, triplicó sus ingresos y empezó a tenerse por el hombre más inteligente de toda la comarca, en lo que tampoco le llevaban la contraria los vecinos, que acudían a visitarle con sus familias y sus perros. Los días laborales usaba un chaquetón de felpa y en las fiestas de guardar se ponía una levita de paño de fabricación casera; él mismo llevaba sus cuentas y no leía otra cosa que la Gaceta del Senado. En general, era estimado, aunque se le consideraba orgulloso. El único que no hacía migas con él era Grigori Ivánovich Múromski, su vecino más próximo. Múromski era el auténtico señor ruso. Después de tirar en Moscú por la ventana una gran parte de su hacienda, y habiendo enviudado por aquel entonces, se había retirado a la última aldea que le quedaba, donde seguía haciendo de las suyas, aunque ahora de una manera nueva. Había plantado un jardín a la inglesa, que se le llevaba el resto de sus rentas. Sus mozos de cuadra vestían como los jockeys ingleses. Su hija tenía una institutriz inglesa. Sus campos los cultivaba con arreglo a un método inglés;

Pero a la manera extranjera no crece el trigo ruso

y, a pesar de la sensible reducción de los gastos, los ingresos de Grigori Ivánovich no aumentaban. Hasta en la aldea había encontrado la forma de contraer nuevas deudas; de todas maneras, se le tenía por un hombre inteligente, ya que era el primer terrateniente de su provincia a quien se le había ocurrido hipotecar su hacienda en el Consejo de Tutela: operación financiera que en aquella época parecía extraordinariamente complicada y audaz. Entre los que le criticaban, Bérestov se expresaba con más severidad que nadie. El rasgo peculiar del carácter de Bérestov era el odio a las innovaciones. No podía hablar con indiferencia de la anglomanía de su vecino, y continuamente encontraba pretextos para criticarle. Si mostraba sus dominios a algún visitante, respondía con una sonrisa maliciosa a las alabanzas que se hacían a su buena administración:
— ¡Sí!... En mi casa no ocurre lo que en la casa del vecino Grigori Ivánovich. ¡Eso de arruinarnos a la inglesa es demasiado para nosotros! Nos contentamos con estar hartos a la rusa.
Esas bromas y otras semejantes, gracias a la diligencia de los vecinos, llegaban a oídos de Grigori Ivánovich corregidas y aumentadas. El anglómano soportaba la crítica con la misma intolerancia que nuestros periodistas: se ponía fuera de sí y llamaba a su Zoilo oso y provinciano.
Tales eran las relaciones entre los dos propietarios cuando llegó a la aldea el hijo de Bérestov. Educado en la Universidad de X., tenía la intención de ingresar en el servicio militar, pero el padre no daba su consentimiento. El joven sentíase completamente incapaz de desempeñar un cargo civil. Ni el uno ni el otro cedían, y el joven Alexéi empezó a vivir, de momento, la vida del hijo de casa rica, dejándose crecer, por si acaso, el bigote.
Alexéi era, en realidad, un bravo muchacho. Hubiera sido verdaderamente una pena que su esbelta figura no fuese nunca ceñida por el uniforme militar y que, en vez de caracolear a lomos de un caballo, tuviera que pasarse la juventud inclinado sobre los papelotes de alguna oficina. Al ver que en las cacerías era siempre el primer jinete — jinete audaz para el que no existían obstáculos —, los vecinos estaban de acuerdo en declarar que jamás serviría para encargado de una oficina. Las señoritas le miraban y algunas se quedaban prendadas, pero Alexéi ocupábase poco de ellas, y las señoritas atribuían a algún amor la insensibilidad del galán. En efecto, circulaba de mano en mano la dirección de una de sus cartas: Para Akulina Petrovna Kurochkina, en Moscú, enfrente del monasterio de Alexéi, en casa del calderero Savéliev, y a usted le ruego encarecidamente entregar esta carta a A.N.R.
Aquellos de mis lectores que no hayan vivido nunca en una aldea no pueden imaginarse qué maravilla son estas señoritas de provincia. Educadas al aire libre, a la sombra de los manzanos de su jardín, conocen el mundo y la vida por lo que leen en los libros. El aislamiento, la libertad y la lectura desarrollan muy pronto en ellas pasiones y sentimientos ignorados de nuestras mundanas beldades. Para la señorita, el tintineo de unos cascabeles es ya una aventura, un viaje a la ciudad inmediata supone toda una época en la vida, y la llegada de un forastero deja un recuerdo largo y, a veces, eterno. Claro está, cualquiera es libre de reírse de algunas de sus extravagancias; sin embargo, las bromas de un observador superficial no pueden borrar sus méritos fundamentales, entre los que descuellan: las particularidades del carácter, la originalidad (individualité), sin lo que, a juicio de Jean Paul, no existe la grandeza humana. En las capitales, las mujeres reciben quizá mejor instrucción, pero los hábitos de la vida de sociedad nivelan rápidamente el carácter y hacen las almas tan uniformes como los sombreros. Esto no se dice como reproche ni como crítica; sin embargo, nota nostra manet (Nuestra nota vale (lat.).), según escribe un antiguo comentarista.
Cabe suponer la impresión que causaría Alexéi entre nuestras señoritas. Era el primero que se presentaba ante ellas sombrío y desilusionado, el primero que les hablaba de las alegrías perdidas y de su juventud marchita; para colmo, usaba un anillo negro con una calavera. Todo eso era extraordinariamente nuevo en aquella provincia. Las señoritas se volvían locas por él.
Pero la que estaba más interesada por Alexéi era la hija de mi anglómano, Lisa (o Betsy, como solía llamarla Grigori Ivánovich). Los padres no se visitaban; ella no había visto aún a Alexéi, mientras que todas las jóvenes vecinas hablaban únicamente de él. Lisa tenía diecisiete años. Unos ojos negros animaban su rostro moreno y agradable. Era hija única y, por lo tanto, mimada. Su donaire y sus eternas travesuras maravillaban al padre y desesperaban a miss Jackson, su institutriz, una grave solterona de cuarenta años, que se blanqueaba la cara y se ennegrecía las cejas, releía Pamela dos veces al año, percibía por ello dos mil rublos y se moría de tedio en esta bárbara Rusia.
La doncella de Lisa se llamaba Nastia; era un poco mayor que su señorita, pero tan despreocupada como ella. Lisa la quería mucho, le revelaba todos sus secretos, discurría con ella sus travesuras; en una palabra: Nastia era en la aldea de Prilúchino un personaje mucho más importante que cualquier confidente en una tragedia francesa.
— Permítame ir hoy de visita — dijo un día Nastia, mientras vestía a su señorita.
— Vete, ¿pero a dónde?
— A Tuguílovo, a casa de los Bérestov. Es el santo de la mujer del cocinero, y ha venido ayer a invitarnos a comer.
— ¡Mírala! — exclamó Lisa —. Los señores están reñidos, y los sirvientes se convidan unos a otros.
— ¡A nosotros qué nos importan los señores! — objetó Nastia —. Además, yo le sirvo a usted, y no a su papaíto. Usted no ha reñido todavía con el joven Bérestov. En cuanto a los viejos, que riñan, si eso les divierte.
— Nastia, procura ver a Alexéi Bérestov y cuéntame bien luego qué aspecto tiene y qué clase de persona es.
Nastia se lo prometió, y Lisa esperó todo el día su regreso devorada por la impaciencia. Nastia volvió al anochecer.
— ¡Ah, Lisaveta Grigorievna! — exclamó al entrar en la habitación —. He visto al joven Bérestov. Me he hartado de mirarle; todo el día hemos estado juntos.
— ¿Cómo? Cuenta, cuenta todo por orden.
— Con mucho gusto. Ibamos nosotros, Anisia Egórovna, Nenila, Duñka...
— Bien, eso ya lo sé. ¿Y luego?
— Permítame que le cuente todo por orden. Llegamos justo a la hora de la comida. La habitación estaba llena de gente. Estaban los de Kolbin, los de Zajáriev, la mujer del intendente con sus hijas, los de Jlupin...
— ¡Bueno! ¿Y Bérestov?
— Espere. Nos sentamos a la mesa, la mujer del intendente en primer lugar, yo junto a ella... y las hijas se pusieron de morros, pero a mí me importan un comino...
— ¡Ay, Nastia, qué aburrida eres con tus eternos detalles!
— ¡Y usted, qué impaciente! Pues bien, nos levantamos de la mesa... habíamos estado sentados unas tres horas y la comida fue muy buena; merengues azules, rojos y a rayas... En fin, nos levantamos de la mesa y fuimos al jardín para jugar a la queda. Entonces apareció el joven señor.
— ¿Y qué? ¿Es verdad que tiene tan buena presencia?
— Extraordinariamente buena; puede decirse que es guapísimo. Esbelto, alto, con unos colores en la cara...
— ¿De verdad? ¡Y yo que pensaba que era un hombre pálido! ¿Y cómo le has encontrado? ¿Triste, pensativo?
— ¡Qué dice usted! En mi vida he visto a un hombre tan loco. Se le ocurrió jugar con nosotras a la queda.
— ¡Jugar con vosotras a la queda! ¡Imposible!
— Tan posible como se lo digo. ¡Y lo que se le ocurrió, además! ¡A la que pillaba, le daba un beso!
— Tú dirás lo que quieras, Nastia, pero estás mintiendo.
— Como usted quiera, pero no miento. ¡Menudo trabajo deshacerse de él! Todo el día se lo ha pasado así con nosotras.
— ¿Pero cómo dicen entonces que está enamorado y no mira a nadie?
— No lo sé, porque lo que es a mí me miraba demasiado, y a Tania, la hija del intendente, también, y a Pasha, la de Kolbin, y qué quiere usted que le diga, no ha ofendido a nadie el muy picaro.
— ¡Qué raro es eso! ¿Y qué dice de él la gente de su casa?
— Que es un señor excelente: tan bueno, tan alegre... No tiene más que un defecto: le gusta demasiado andar detrás de las muchachas. Pero a mí me parece que eso no es un mal: con el tiempo sentará la cabeza.
— ¡Cómo me gustaría verle! — suspiró Lisa.
— ¿Acaso es difícil? Tuguílovo no está lejos de aquí, sólo a tres verstas: vaya usted a pasear en aquella dirección, o vaya a caballo; seguramente le encontrará. El sale de caza todos los días, por la mañana temprano, con su escopeta.
— No, no está bien. Puede pensar que le busco. Además, nuestros padres están reñidos, y yo, de todas maneras, no podría conocerle... ¡Ay, Nastia! ¿Sabes qué? ¡Me vestiré de campesina!
— Muy bien; póngase una camisa gruesa y un sarafán y vaya tranquilamente a Tuguílovo. Le aseguro que Bérestov no pasará de largo junto a usted.
— Y yo sé muy bien hablar como se habla aquí. ¡Ay, Nastia, Nastia! ¡Qué idea más ingeniosa!
Y Lisa se acostó en el propósito de poner irremisiblemente en práctica su traviesa idea.
Al día siguiente comenzó ya a cumplir su plan. Mandó comprar en el mercado una tela gruesa, un mahón azul y unos botones de cobre; con ayuda de Nastia se cortó una camisa y un sarafán, puso a coser a todas las muchachas de la servidumbre, y al caer la tarde estaba ya todo listo. Lisa probóse el vestido nuevo y reconoció ante el espejo que nunca se había parecido más linda. Ensayaba su papel, iba y venía haciendo profundas reverencias y luego movía varias veces la cabeza de un lado a otro, como los gatos de arcilla, hablaba en el dialecto campesino, se reía cubriéndose el rostro con la manga y mereció la plena aprobación de Nastia. Una sola cosa le era difícil: había probado a andar descalza por el patio, pero el césped pinchaba sus delicados pies, y la arena y las piedrecillas parecíanle insoportables. Nastia le ayudó también aquí: sacó la medida del pie de Lisa, corrió al campo en busca del pastor Trofim y le encargó un par de laptis. Al día siguiente, apenas había amanecido cuando Lisa estaba ya despierta. Toda la casa dormía aún. Nastia esperaba al pastor al otro lado de la puerta de la hacienda. Se oyó el sonar de un cuerno, y el rebaño de la aldea empezó a desfilar ante la casa del señor. Trofim, al pasar frente a Nastia, le entregó unos pequeños laptis de colores chillones y recibió en recompensa cincuenta kopeks. Lisa se vistió cautelosamente de campesina, susurró a Nastia sus disposiciones en relación con miss Jackson, salió a la terracilla posterior y, atravesando la huerta, corrió al campo.
La aurora resplandecía en el oriente, y las doradas hi- leras de nubes parecían esperar al sol como los palaciegos esperan al soberano; el cielo claro, el frescor matutino, el rocío, la leve brisa y el canto de los pájaros inundaban de infantil alegría el corazón de Lisa; temerosa de hallar a algún conocido, parecía que no andaba: volaba. Cuando estuvo cerca del soto que se extendía en la demarcación de la finca paterna, Lisa caminó más despacio. Aquí debía esperar a Alexéi. Su corazón latía violentamente, sin que ella misma supiera por qué, pero el temor que acompaña nuestras travesuras juveniles constituye su principal encanto. Lisa entró en la oscuridad del soto. El rumor del bosque, sordo e intermitente, saludó a la muchacha. Su alegría fue serenándose. Poco a poco entregóse a un dulce ensueño. Pensaba... pero ¿acaso se puede determinar con exactitud en qué piensa una señorita de diecisiete años, sola en un soto, a las seis de la mañana de un día primaveral? Así, Lisa caminaba, pensativa, por un camino sombreado, a un lado y otro, de copudos árboles, cuando, de pronto, empezó a ladrarle un magnífico perro de caza. Lisa gritó, asustada. En aquel mismo momento se oyó una voz: “Tout beau, Sbogar, ici..."*(* ¡Sbogar, aquí! (fr.)), y de detrás de un matorral salió un joven cazador.
— No temas — le dijo a Lisa —; mi perro no muerde.
Lisa, ya repuesta del susto, supo aprovechar inmediatamente la ocasión.
— ¡Ay, no, señor! — dijo, fingiéndose mitad asustada, mitad tímida —. Tengo miedo. Mírale; es tan fiero, que se me arrojará encima otra vez.
Alexéi (el lector le ha reconocido ya) contemplaba fijamente, mientras tanto, a la joven campesina.
— Te acompañaré si tienes miedo — le dijo —. ¿Me permites ir a tu lado?
— ¿Y quién te estorba? — replicó Lisa —. Haz como quieras, el camino es para todos.
— ¿Tú de dónde eres?
— De Prilúchino; soy la hija del herrero Vasili y voy por setas. (Lisa llevaba una cesta atada de un cordel.) ¿Y tú, señor? ¿Eres de Tuguílovo, acaso?
— Exactamente — contestó Alexéi —, soy el ayuda de cámara del joven señor.
Alexéi quería igualar sus relaciones sociales. Pero Lisa le miró y se echó a reír.
— ¡Ay, mientes! — dijo —. No has dado con una tonta. Ya veo que tú mismo eres el señor.
— ¿Por qué piensas eso?
— Por todo.
— Di, ¿por qué?
— ¿Pero cómo no distinguir a un señor de un criado? No vas vestido como un criado, y hablas de otra manera, y no llamas al perro como nosotros.
Lisa agradaba más y más a Alexéi. Acostumbrado a no tratar con miramientos a las muchachas guapas del lugar, quiso abrazarla, pero Lisa se apartó de un salto y adquirió de repente un aire tan severo y tan frío, que, aunque hizo reír a Alexéi, le contuvo de nuevos excesos.
— Si quiere que en lo sucesivo seamos amigos — dijo ella gravemente —, tenga la bondad de no sobrepasarse.
— ¿Quién te ha enseñado tanta sabiduría? — preguntó, riéndose, Alexéi —. ¿No habrá sido Nastia, mi conocida, la doncella de tu señorita? ¡Hay que ver por qué medios se divulga la ilustración!
Lisa sintió que se había salido de su papel y rectificó en seguida.
— ¿Y tú qué te crees? — dijo —. ¿Que nunca voy a la casa de los señores? Yo he visto y he oído de todo. Pero — continuó — si me estoy aquí hablando contigo no recogeré setas. Vete tú, señor, por un lado, y yo me iré por el otro. Te pido disculpas...
Lisa quiso marcharse. Alexéi la retuvo de la mano.
— ¿Cómo te llamas, alma mía?
— Akulina — contestó Lisa, tratando de soltar sus dedos de entre la mano de Alexéi —, pero déjame, señor. Ya es hora de que vuelva a casa.
— Bueno, amiguita Akulina, iré sin falta a visitar a tu padre, el herrero Vasili.
— ¿Qué dices? — protestó vivamente Lisa —. ¡Por amor de Cristo, no vayas! Si se enteran en casa de que he estado charlando a solas con el señor en el soto, lo pasaré mal; mi padre, el herrero Vasili, me matará a palos.
— Pero yo quiero volver a verte sin falta.
— Bueno, ya vendré alguna otra vez aquí por setas.
— ¿Cuando?
— Pues mañana mismo.
— Encantadora Akulina, te besaría, pero no me atrevo. Entonces mañana a esta hora, ¿verdad?
— Sí, sí.
— ¿No me engañarás?
— No te engañaré.
— Júralo.
— Lo juro por lo más sagrado. Vendré.
Los jóvenes se separaron. Lisa salió del bosque, atravesó el campo, se deslizó en la huerta y corrió como una flecha al cobertizo, donde la esperaba Nastia. Allí se cambió de ropa, respondiendo distraída a las preguntas de la desasosegada confidente, y se presentó en la sala. La mesa estaba puesta, el desayuno servido, y miss Jackson, ya estucada y encorsetada, cortaba finos trozos de pan. El padre felicitó a Lisa por su temprano paseo.
— No hay nada más saludable — dijo — que despertarse con la aurora.
Y luego citó varios ejemplos de longevidad humana, extraídos de revistas inglesas, señalando que todos los que habían vivido más de cien años no probaban la vodka y se levantaban al amanecer en invierno y en verano. Lisa no le escuchaba. Repasaba mentalmente todas las circunstancias de la cita matutina, toda la conversación de Akulina con el joven cazador, y la conciencia empezaba a remorderle. En vano se objetaba a sí misma que la conversación entre los dos no había rebasado las fronteras del decoro, que aquella travesura no podría dejar huella alguna: su conciencia hablaba más alto que su razón. Lo que la inquietaba sobre todo era la promesa que había dado para el día siguiente: tenía casi decidido no cumplir su solemne juramento. Pero Alexéi, después de esperarla en vano, podría buscar en la aldea a la hija del herrero Vasili, a la verdadera Akulina, una muchacha gruesa y picada de viruelas, y adivinar así su imprudente travesura. Esa idea horrorizó a Lisa y resolvió presentarse otra vez a la mañana siguiente en el soto, como si fuera Akulina.
Por su parte, Alexéi estaba entusiasmado. Todo el día se lo pasó pensando en su nueva conocida; de noche, la imagen de la hermosa morena perseguía entre sueños su imaginación. Apenas había despuntado la aurora cuando estaba ya vestido. Sin molestarse en cargar la escopeta, salió al campo con su fiel Sbogar y corrió al lugar de la cita. Pasó cerca de media hora en una espera insoportable hasta que vio aparecer entre los matorrales el sarafán azul y se lanzó al encuentro de la dulce Akulina. Ella sonrió ante el entusiasmo de su agradecimiento, pero Alexéi notó inmediatamente en su rostro huellas de desánimo y de inquietud. Quiso conocer los motivos. Lisa confesó que su conducta le parecía ligera, que estaba arrepentida, que esta vez no había querido dejar de cumplir su palabra, pero que aquella entrevista era la última y que le rogaba poner punto a una amistad que no podía conducirles a nada bueno. Todo eso, naturalmente, fue dicho con deje campesino, pero las ideas y los sentimientos, tan poco comunes en una muchacha sencilla, sorprendieron a Alexéi. Empleó toda su elocuencia para convencer a Akulina de desistir de sus intenciones; le aseguró la inocencia de sus deseos, le prometió que nunca le daría motivos para arrepentirse, que le obedecería en todo, la rogó que no le privara de su única alegría: la alegría de verla a solas, aunque no fuera más que un día sí y otro no, aunque no fuera más que dos veces por semana. Alexéi hablaba con el lenguaje de la verdadera pasión, y en aquel momento creíase auténticamente enamorado. Lisa le escuchaba en silencio.
— Dame tu palabra — dijo por fin — de que nunca me buscarás en la aldea ni preguntarás por mí. Dame tu palabra de no buscar más entrevistas conmigo que las que yo misma señale.
Alexéi quiso jurarlo por lo más sagrado, pero ella le detuvo con una sonrisa.
— No necesito tu juramento — dijo —; me basta con tu promesa.
Después pasearon juntos por el bosque conversando amigablemente hasta que Lisa dijo: es hora. Se separaron, y Alexéi se quedó solo sin acabar de comprender cómo a una simple muchacha aldeana le había bastado dos entrevistas para adquirir tal ascendiente sobre su persona. Para él, las relaciones con Akulina tenían el encanto de la novedad, y, aunque las prescripciones de la extraña campesina le parecían crueles, ni siquiera le pasó por la mente la idea de incumplir su palabra. En efecto, Alexéi, a pesar del anillo fatal, de su correspondencia secreta y de su sombría desilusión, era un muchacho bueno y fogoso con un corazón puro, capaz de sentir las delicias de la inocencia.
Si yo obedeciera sólo a mis deseos, describiría irremisiblemente con todo lujo de detalles las citas de los jóvenes, su creciente inclinación, su confianza recíproca, sus ocupaciones, sus pláticas, pero sé que la mayoría de mis lectores no compartirían conmigo tal satisfacción. Estos pormenores pueden parecer empalagosos, y por eso prescindiré de ellos, limitándome a decir en pocas palabras que no habían transcurrido ni siquiera dos meses cuando mi Alexéi estaba ya locamente enamorado, y Lisa no sentíase menos indiferente, aunque no era tan expansiva como él. Los dos saboreaban el presente y pensaban poco en el porvenir.
La idea de unos lazos indisolubles cruzaba con frecuencia por su mente, pero nunca se hablaban de ello. El motivo era claro: Alexéi, por encariñado que estuviera con su dulce Akulina, recordaba siempre la distancia que existía entre él y la humilde aldeana; por su parte, Lisa veía el odio que separaba a sus padres y no se atrevía ni a soñar con una reconciliación. Además, su amor propio estaba espoleado en secreto por una vaga y romántica esperanza: ver, por fin, al terrateniente de Tuguílovo postrado a los pies de la hija del herrero de Prilúchino. De pronto, un señalado acontecimiento estuvo a punto de trastocar sus relaciones.
Una mañana clara y fría (una de esas mañanas en que es tan rico nuestro otoño ruso), Iván Petróvich Bérestov salió a dar un paseo a caballo, llevándose consigo, por si acaso, tres pares de galgos, al palafrenero y a varios chicuelos de la servidumbre con carracas. Al mismo tiempo, Grigori Ivánovich Múromski, cautivado por la bella mañana, dio orden de ensillar su yegua rabona y salió al trote para recorrer los límites de su angloficada propiedad. Cerca del bosque, vio a su vecino, montado orgulloso en su caballo, con una casaca forrada de piel de zorro, esperando a una liebre que los gritos y las carracas de los chiquillos hacían salir disparada de entre los matorrales. Si Grigori Ivánovich hubiera podido prever ese encuentro, indudablemente hubiese doblado hacia otro lado, pero se encontró con Bérestov por sorpresa, cuando estaba ya a la distancia de un disparo de pistola. No había más remedio: Múromski, como un europeo instruido, se acercó a su adversario y le saludó cortés. Bérestov respondió con la misma diligencia con que un oso encadenado saluda “a los señores” por orden de su domador. En aquel momento la liebre salió del bosque y echó a correr por el campo. Bérestov y el palafrenero gritaron a voz en cuello, soltaron a los perros y se lanzaron al galope. El caballo de Múromski, que no había asistido a ninguna cacería, se asustó y se lanzó, desbocado, a campo traviesa. Múromski, que alardeaba de ser un excelente jinete, dio rienda suelta al animal. En su fuero interno estaba satisfecho de aquel incidente, que le había librado de tan desagradable interlocutor. Pero el caballo, al llegar a un barranco que no había visto, se echó súbitamente a un lado, y Múromski no pudo sujetarse. Se dio un fuerte golpe contra la tierra helada, y quedó allí tendido, cubriendo de maldiciones a su yegua rabona, que, como recobrándose, se detuvo en cuanto sintióse sin jinete. Iván Petróvich se acercó al galope y preguntó a Múromski si se había hecho daño. Mientras tanto, el palafrenero trajo de las riendas al caballo culpable. El criado ayudó a Múromski a encaramarse a la montura, y Bérestov le invitó a descansar en su casa. Múromski no estaba en condiciones de negarse, ya que se sentía reconocido, y así Bérestov volvió glorioso a su casa, después de atrapar la liebre y conduciendo a su adversario herido y casi como a un prisionero de guerra.
Los dos vecinos departieron con bastante cordialidad mientras desayunaban. Múromski pidió a Bérestov un coche, porque a consecuencia del golpe no estaba —dijo — en condiciones de volver a caballo hasta su casa. Bérestov le acompañó hasta la misma terracilla, y Múromski no se fue antes de haber recibido su palabra de que al día siguiente él y Alexéi Ivánovich le harían el honor de compartir su mesa en Prilúchino. Así, la vieja enemistad, tan profundamente arraigada, parecía en trance de desaparecer gracias a la medrosidad de una yegua rabona.
Lisa salió corriendo al encuentro de Grigori Ivánovich.
— ¿Qué significa eso, papá? — preguntó asombrada —. ¿Por qué cojea usted? ¿Dónde está su caballo? ¿De quién es este coche?
— Eso sí que no lo adivinarás, my dear* (*Querida (ingl.)) — respondió Grigori Ivánovich, y relató a su hija todo lo que había pasado.
Lisa no podía dar crédito a sus oídos. Grigori Ivánovich, sin dejarle reaccionar, anunció que al día siguiente comerían en su casa los dos Bérestov.
— ¿Qué dice usted? — exclamó la joven, palideciendo —. ¡Que los Bérestov, padre e hijo, comerán mañana con nosotros! ¡No, papá, diga usted lo que quiera, pero yo no me dejaré ver por nada del mundo!
— ¿Qué dices? ¿Estás loca? — objetó el padre —. ¿Desde cuándo eres tan tímida? ¿O es que sientes por ellos un odio heredado, como una heroína romántica? Basta ya, no te hagas la tonta...
— No, papá, por nada del mundo, ni por todos los tesoros imaginables me presentaré ante los Bérestov.
Grigori Ivánovich se encogió de hombros y no discutió más con ella, puesto que sabía que no sacaría nada llevándole la contraria, y se fue a reposar después de su célebre paseo.
Lisaveta Grigorievna retiróse a su habitación y llamó a Nastia. Las dos estuvieron hablando largo tiempo de la visita del día siguiente. ¿Qué pensaría Alexéi si reconocía a su Akulina en la persona de la bien educada señorita? ¿Qué opinión tendría de su conducta, de sus costumbres, de su prudencia? Por otra parte, Lisa experimentaba grandes deseos de ver qué impresión le causaba una entrevista tan inesperada... De pronto se le ocurrió una idea. Se la comunicó en el acto a Nastia; las dos se alegraron del hallazgo y decidieron ponerla en práctica sin falta.
Al día siguiente, mientras desayunaban, Grigori Ivánovich preguntó a su hija si seguía dispuesta a ocultarse de los Bérestov.
— Papá — respondió Lisa —, yo les haré los honores si usted lo desea, sólo que con una condición: me presente como me presente ante ellos y haga lo que haga, usted no me reprenderá ni hará ningún gesto de extrañeza o de disgusto.
— ¡Otra vez alguna travesura! — dijo, riéndose, Grigori Ivánovich —. Bien, bien; de acuerdo, haz lo que quieras, picaruela mía de ojos negros.
Después de pronunciar esas palabras, le dio un beso en la frente, y Lisa corrió a prepararse.
A las dos en punto, una carroza de construcción casera, tirada por seis caballos, entró en el patio y rodó en torno al círculo de césped verdeoscuro. El viejo Bérestov subió a la terracilla ayudado por dos lacayos de Múromski, vestidos de librea. Tras él llegó a caballo su hijo, y los dos entraron juntos al comedor, donde estaba ya servida la mesa. Múromski acogió a sus vecinos lo más afablemente que pudo, les invitó a ver antes de la comida el jardín y las fieras, y les llevó por unos senderos pulcramente barridos y espolvoreados de arena. El viejo Bérestov deploraba para sus adentros el trabajo y el tiempo perdidos en caprichos tan poco útiles, pero callaba por cortesía. Su hijo no compartía ni el descontento del calculador terrateniente ni la admiración del orgulloso anglómano; él esperaba con impaciencia la aparición de la hija del amo de la casa, de la que había oído hablar mucho, y aunque su corazón, como ya sabemos, estaba ya comprometido, cualquier joven hermosa tenía siempre derecho a su imaginación.
De vuelta a la sala, se sentaron los tres: los viejos evocaron los tiempos antiguos y las anécdotas de su época, mientras Alexéi pensaba en el papel que desempeñaría ante Lisa. Decidió que, en todo caso, lo más correcto era una fría distracción y se dispuso a comportarse así. Abrióse la puerta; Alexéi volvió la cabeza con tanta indiferencia, con tal orgullosa impasibilidad, que el corazón de la coqueta más empedernida hubiera tenido por fuerza que estremecerse. Desgraciadamente, en lugar de Lisa entró la vieja miss Jackson, estucada, tiesa como un huso, con los ojos bajos, haciendo una pequeña reverencia, y el magnífico movimiento estratégico de Alexéi se perdió en el vacío. No había tenido tiempo de recuperar las fuerzas, cuando se abrió de nuevo la puerta, y esta vez entró Lisa. Todos se levantaron. El padre se disponía ya a presentarla a sus invitados, pero se detuvo de pronto y se apresuró a morderse los labios... Lisa, su morena Lisa, estaba blanqueada hasta las orejas y tenía las cejas más pintadas que la propia miss Jackson; unos bucles falsos, mucho más claros que el color de sus cabellos, aparecían tan ondulados como una peluca de Luis XIV; las mangas a l’imbécile no estaban menos tiesas que el tontillo de Madame de Pompadour; tenía el talle tan ceñido como la letra equis, y todos los brillantes maternos que aún no habían sido empeñados centelleaban en sus dedos, en su cuello, en sus orejas. Alexéi no pudo reconocer a su Akulina en aquella ridicula y resplandeciente señorita. Su padre le besó la manita y él siguió, contrariado, su ejemplo; al rozar sus blancos deditos, le pareció que temblaban. Mientras tanto, pudo ver un piececito, expuesto intencionadamente y calzado con toda la coquetería posible. Aquello le reconcilió un poco con el resto del atavío. En cuanto a los afeites y a la pintura, en el candor de su corazón ni siquiera los notó a primera vista, y luego tampoco sospechó nada. Grigori Ivanovich, recordando su promesa, procuraba que no se le escapara la menor señal de extrañeza, pero la travesura de su hija le parecía tan graciosa, que le costaba mucho contenerse. La que no estaba para bromas era la rígida inglesa. Ella adivinaba que la pintura había sido sustraída de su cómoda, y un intenso arrebol de despecho se transparentaba en su rostro a través de la palidez artificial que lo cubría. Echaba miradas de fuego a la traviesa joven, la cual, dejando para otro momento toda suerte de explicaciones, simulaba no advertir los mudos reproches.
Sentáronse a la mesa. Alexéi continuaba interpretando el papel de un joven distraído y meditabundo. Lisa hacía melindres, hablaba entre dientes, alargando las palabras, y sólo en francés. El padre no dejaba de mirarla, sin comprender su finalidad, pero le parecía que todo aquello era muy gracioso. La inglesa, furibunda, guardaba silencio. Sólo Iván Petróvich se hallaba como en su casa: comía por dos, bebía a discreción, se reía de su propia risa y de hora en hora conversaba y reía con más cordialidad.
Por fin, se levantaron de la mesa; fuéronse los invitados y Grigori Ivánovich pudo dar rienda suelta a su risa y a sus preguntas.
— ¿Por qué se te ha ocurrido burlarte de ellos? — preguntó a Lisa —. ¿Sabes una cosa? La pintura te sienta muy bien; no quiero inmiscuirme en los secretos del tocador femenino, pero yo, en tu lugar, me pintaría. No mucho, se entiende. Sólo un poquito.
Lisa estaba encantada del éxito de su idea. Abrazó a su padre, le prometió pensar en su consejo y corrió a calmar a la irritada miss Jackson, que sólo después de hacerse rogar mucho tiempo se dignó abrirle la puerta y escuchar sus explicaciones. Lisa había tenido vergüenza de presentarse ante gente desconocida tan morenucha como era; no se había atrevido a pedirle... estaba segura de que la buena, la amable miss Jackson la perdonaría... etcétera, etcétera. Miss Jack- son, convencida de que no había querido burlarse de ella, se calmó, besó a Lisa, y, en señal de reconciliación, le regaló una caja de pinturas inglesa, que Lisa recibió con sincera gratitud.
El lector adivinará que al día siguiente, por la mañana, Lisa no tardó en acudir al soto de las citas.
— ¿Has estado ayer, señor, en casa de nuestros señores? — preguntó en seguida a Alexéi —. ¿Qué te ha parecido la señorita?
Alexéi le contestó que no se había fijado en ella.
— Es una pena — objetó Lisa.
— ¿Por qué? — interrogó Alexéi.
— Pues porque yo quería preguntarte si es verdad lo que dice la gente...
— ¿Qué es lo que dice?
— Que me parezco a la señorita. ¿Es verdad?
— ¡Qué absurdo! Ella, a tu lado, es el monstruo de los monstruos.
— ¡Ay, señor! Es un pecado que digas eso. ¡Nuestra señorita es tan blanca, tan elegante! ¿Acaso puedo yo compararme con ella?
Alexéi le juraba que ella era mucho más hermosa que todas las señoritas blancas y, para tranquilizarla plenamente, empezó a describirle a su señora con unos rasgos tan ridículos, que Lisa se reía a carcajadas.
— Sin embargo — dijo ella suspirando —, aunque la señorita sea quizá ridicula, yo soy a su lado una tonta analfabeta.
— ¡Vaya una razón para entristecerse— exclamó Alexéi —. Si quieres, ahora mismo te enseño a leer y escribir.
— ¡Pues es verdad! — exclamó Lisa —. ¿Y si probásemos?
— Cuando quieras, querida; comencemos ahora mismo.
Se sentaron. Alexéi sacó del bolsillo un lapicero y una libreta de notas, y Akulina aprendió el abecedario con pasmosa rapidez. Alexéi se maravillaba de su comprensibilidad. A, la mañana siguiente Lisa quiso también probar a escribir: al principio, el lapicero no le obedecía, pero, al cabo de unos minutos, empezó ya a dibujar las letras con bastante corrección.
— ¡Esto es un milagro! — decía Alexéi —. Nuestros estudios progresan con más rapidez que según el sistema denLancaster.
En efecto, a la tercera lección, Akulina deletreaba ya Natalia, la hija del boyardo, interrumpiendo la lectura con observaciones que dejaban estupefacto a Alexéi. Luego cubrió de garabatos toda una hoja de papel con aforismos elegidos de la misma novela.
Transcurrió una semana, y los dos enamorados comenzaron a escribirse. La oficina de correos hallábase instalada en el hueco de un viejo roble, Nastia desempeñaba en secreto las funciones de cartero. Alexéi llevaba allí sus cartas escritas con letra grande, y allí mismo encontraba en unas hojas de tosco papel azul los garabatos de su amada. Akulina, por lo visto, estaba acostumbrándose a estructurar mejor las oraciones, y su inteligencia se desarrollaba y pulía a ojos vistas.
Mientras tanto, el conocimiento iniciado recientemente entre Iván Petróvich Bérestov y Grigori Ivánovich Múromski se reforzaba más y más y pronto convirtióse en amistad por las siguientes circunstancias: Múromski había pensado más de una vez que, a la muerte de Iván Petróvich, la hacienda íntegra pasaría a Alexéi Ivánovich; que en tal caso Alexéi Ivánovich sería uno de los terratenientes más ricos de la provincia y que no había ninguna razón para que no se casara con Lisa. El viejo Bérestov, a su vez, aunque reconocía en su vecino cierta extravagancia (o, según él se expresaba, la manía inglesa), no podía negar en él muchas cualidades notables, como, por ejemplo, una gran habilidad. Grigori Ivánovich era pariente cercano del conde Pronski, procer poderoso; el conde podía ser muy útil a Alexéi, y Múromski (así pensaba Iván Petróvich) se alegraría, sin duda, de la oportunidad de casar ventajosamente a su hija. Los viejos habían pensado y repensado todo eso cada uno para sí, y, por último, hablaron el uno con el otro, se abrazaron, se prometieron arreglar las cosas debidamente y comenzaron a hacer las gestiones cada uno por su parte. Múromski tenía que salvar un obstáculo: convencer a su Betsy de la necesidad de conocer más de cerca a Alexéi, a quien ella no había vuelto a ver desde la memorable comida. Al parecer, no se habían agradado mucho; por lo menos, Alexéi no había vuelto a Prilúchino, y Lisa retirábase a su habitación cada vez que Iván Petrovich se dignaba visitarles. Pero, pensaba Grigori Ivánovich, si Alexéi viene a mi casa cada día, Betsy tendrá, por fuerza, que enamorarse de él. Esto es como dos y dos son cuatro. El tiempo lo arreglará todo.
Iván Petróvich estaba menos inquieto en cuanto al éxito de su empresa. Aquella misma tarde llamó a su hijo a su despacho, encendió la pipa y, después de guardar silencio un instante, le dijo:
— Bueno, Aliosha, hace mucho que no hablas del servicio militar. ¿O es que no te seduce ya el uniforme de húsar?
— No, padre — contestó respetuosamente Alexéi —, ya veo que usted no desea que ingrese en el Cuerpo de Húsares: mi deber es obedecerle.
— Bien — siguió Iván Petróvich —, veo que eres un hijo obediente. Es un consuelo para mí; no quiero forzarte, no te obligo a ocupar... de pronto... algún empleo civil, pero, entre tanto, abrigo la intención de casarte.
— ¿Con quién, padre? — preguntó, asombrado, Alexéi.
— Con Lisaveta Grigorievna Múromskaia — respondió Iván Petróvich —. La novia es de lo mejorcito, ¿no es verdad?
— Padre, yo aún no pienso en casarme.
— Tú no lo piensas, pero yo lo he pensado y repensado ya por ti.
— Usted dirá lo que quiera, pero a mí Lisa Múromskaia no me agrada en absoluto.
— Después ha de agradarte. Te acostumbrarás a ella y terminarás queriéndola.
— No me siento capaz de hacer su felicidad.
— Su felicidad no debe preocuparte. Pero ¿qué es esto? ¿Así obedeces la voluntad de tu padre? ¡Muy bien!
— Como a usted le parezca, pero yo no quiero casarme y no me casaré.
— Te casarás o te maldeciré, y la hacienda, ¡como Dios es sagrado!, la venderé y despilfarraré y a ti no te dejaré ni un cuarto de kopek. Te doy tres días para pensarlo, y, mientras tanto, no te atrevas a presentarte ante mis ojos.
Alexéi sabía que, si a su padre se le metía algo en la cabeza, entonces, según la expresión de Tarás Skotinin, era imposible arrancárselo ni a fuerza de golpes, pero Alexéi había salido al padre y era igual de difícil discutir con él. Se retiró a su habitación y empezó a meditar acerca de los límites de la patria potestad, acerca de Lisaveta Grigorievna, acerca de la solemne promesa de su padre de hacer de él un mendigo y, en fin, acerca de Akulina. Por primera vez veía claramente que la amaba con pasión. Le había acudido a la mente la romántica idea de casarse con la campesina y vivir de su trabajo, y, cuanto más pensaba en ese paso decisivo, tanto más prudente le parecía. Desde hacía algún tiempo las citas en el soto habían sido interrumpidas por las lluvias. Escribió una carta a Akulina, con la letra más clara posible y en el estilo más exaltado, anunciándole la desgracia que se cernía sobre ellos y ofreciéndole su mano. En seguida llevó la misiva al correo, al hueco del árbol, y luego se echó a dormir, sumamente satisfecho de sí mismo.
Al día siguiente, Alexéi, firme en sus designios, marchó por la mañana temprano a casa de Múromski para hablar sinceramente con él. Tenía la esperanza de aguijonear su magnanimidad e inclinarle a su favor.
— ¿Está en casa Grigori Ivánovich? — preguntó, deteniendo su caballo ante la terracilla de la finca de Prilúchino.
— No, no está — contestó el criado —. Grigori Ivánovich se ha dignado salir por la mañana.
— ¡Qué fastidio! — pensó Alexéi —. ¿Está en casa, por lo menos, Lisaveta Grigorievna?
— Ella sí está.
Y Alexéi saltó del caballo, entregó las riendas al criado y entró en la casa sin anunciarse.
“Todo quedará resuelto — pensaba, acercándose a la sala —; hablaré con ella misma”.
Entró... ¡y quedó petrificado! Lisa... no; Akulina, su dulce, su morena Akulina, pero no con el sarafán, sino con un peinador blanco, estaba sentada ante la ventana y leía su carta; estaba tan absorta, que no le oyó entrar. Alexéi no pudo reprimir una exclamación de júbilo. Lisa se estremeció, levantó la cabeza, lanzó un grito y quiso huir. El corrió a detenerla.
— ¡Akulina, Akulina!...
Lisa pugnaba por desasirse...
— Mais laissez-moi donc, Monsieur; mais étes-vous fou?*(*Déjeme, señor, ¿se ha vuelto usted loco? (fr.)) — repetía, volviendo la cabeza.
— ¡Akulina! ¡Mi dulce Akulina! — insistía él, besando sus manos.
Miss Jackson, testigo de la escena, no sabía qué pensar. En aquel momento se abrió la puerta y entró Grigori Ivánovich.
— ¡Ah! — exclamó Múromski —. Parece que vosotros lo tenéis ya todo arreglado...
Los lectores me dispensarán de la superflua obligación de describir el desenlace.


Fin de los relatos
de I. P. Belkin

 

 

Оригінал твору

Бібліотека ім. О. С. Пушкіна (м. Київ).
А.С. Пушкин. Полное собрание сочинений в десяти томах

 

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